Historia

 

Como todos estaréis deseando conocer la historia de cómo se conocieron estos muchachos, o si no no sé qué hacéis leyendo esto, un humilde narrador os la va a contar. Tranquilos, no voy a tardar nueve temporadas para ello. Eh, toma nota y aprende a resumir, Ted Mosby…

 

Pues estos jovenzuelos se conocieron en una fiesta. La fiesta de Rafa (de las que solía celebrar en su azotea). Una fiesta a la que ambos estuvieron a punto de no ir: María por no estar de humor por temas de amoríos; Joaquín por haber estado de cena de cumpleaños.

Tras una presentación un poco fría, y tras horas hablando con el anfitrión, ella se sentó y él se acercó a ella como una lagartija.  Lagartija en el buen sentido de la palabra… Vamos, que se acercó y se sentó en el suelo, en silencio, cerca de ella.  Ella lo invitó a que se sentara junto a ella ya que, a su parecer, había un sitio libre más cómodo que el suelo.  Eso no resultó ser del todo cierto —el banco estaba algo desvencijado—, pero él se sentó, sin saber muy bien cómo romper el hielo.  Se podría decir que la incomodidad del silencio era directamente proporcional a la incomodidad del asiento. Finalmente comenzaron a hablar de sus cosillas, entre las que se incluyen el cine, la literatura, la música y otras aficiones en común —así como la dificultad para prosperar en sus respectivas carreras, algo que en realidad es bastante común a muchos andaluces—.

Cuando ya la fiesta no daba más de sí, y ya que ninguno de los dos prueban el alcohol —de todas formas, sus amigos se habían bebido ya hasta el agua de las macetas— decidieron largarse a la par.  Y, por suerte, María no tenía coche.  Y, por suerte, Joaquín se llevó ese día el coche para aparcarlo ¡en el centro! ¡Menuda temeridad!  Gracias a que Monteseirín todavía no había peatonalizado la zona (ni construido obras faraónicas), Joaquín lo había dejado aparcado en toda la puerta —a lo Juan Luis— y María pudo aceptar que él la llevara en coche hasta su casa.  Y al llegar a ella, hablaron horas y horas.

Al alba, a una hora un tanto indecente, ella se dispuso a salir del coche para marcharse a su casa. ¡Altooorrr! o algo parecido dijo él.  Es que ella no le había dado su número de teléfono y ya había precedentes de fracasos por causa semejante.  Ella se defendió soltándole lo típico de «dile a Rafa que te dé mi teléfono». Y él respondió o pensó: ¡nooorrrrr!  Y añadió que «para qué, si ya estaba ella allí para dárselo».  Con lo cual, ella se vio un poco obligada a darle el numerito, con todas sus nueve cifras.

Dejando pasar los días de rigor –cinco días en la teoría de su amigo Víctor–, Joaquín llamó a María para invitarla al estreno de un corto que había producido ese año.  Gran excusa.  Y bastante original (y cara, que diría alguno…).  Tras hablar nuevamente por teléfono durante un buen rato, María le dijo que no podía ir, que tenía un viaje a Fátima. ¡Ooooohhh qué penaaaaa!  Pues sí.  Ahí parecía que iba a acabar la historia, ¿eh?  Entonces Joaquín, un poco pensando eso mismo, que la historia podía llegar a su fin, le dijo algo así como: «llámame cuando estés por Sevilla, ¿vale?»  Y lo normal es que ella, como buena sevillana, no le hubiera devuelto la llamada…

¡¡Pero no fue así, amigos!!  ¡¡Ella llamó al volver del viaje!!  La afición aclamaba enfervorecida, los pajarillos trinaban de alegría, las mariposas revoloteaban alrededor del teléfono. O eso debió parecerle al muchacho.  No era para menos.  Eso en la historia del mundo, lo de que una mujer nacida y criada en Sevilla haya llamado a un hombre para quedar, ha debido pasar en muy pocas ocasiones.  De ahí que los hombres sevillanos tengan fama de pesados, o viceversa.

Quedaron para tomar un cerveza, en sentido figurado, como ya hemos contado más arriba, y allí que se encontraron en la puerta del Rectorado.  Joaquín llevaba preparado lo que su amigo Ignacio había patentado como «la ruta del amor», que consistía en llevarla a cenar a un sitio que… ¡estaba cerrado!  ¡Maldición!  Los pobres muchachos acabaron cenando en un sitio cercano, el primero que pillaron, que resultó ser un bar de guiris, de estos de cantidad sin calidad y sablazo a los postres.  Menos mal que el siguiente punto en la ruta del amor seguía abierto: la terraza-bar en el hotel Doña María.

Y dirán ustedes, ahí en esa terraza, con la Giralda de fondo, a la luz de la luna, así cualquiera…  ¡Pues no!  María le prestó poquísima atención.  Su condición de arqueóloga e historiadora provocaba varios de sus sentidos estuvieran orientados hacia la dichosa torre.  Claro, él no podía competir, y menos con su 1’67 de altura… Vamos, es que ni haciendo gestos tipo aterrizaje de aeroplano miraba para él. Entonces, ¿qué hizo él? Eso lo sabréis en el próximo capítulo.

¡CONTINUARÁ!